LECTURAS | ¿Por qué ganó Emmanuel Macron en Francia?: “Revolución”, su autobiografía

23/12/2017 - 12:03 am

El libro que nos descubre a Emmanuel Macron en toda su dimensión, humana y política. Macron es un personaje clave para entender el clima político actual en Europa. “Apoyo a Macron. No apela a los miedos de la gente, sino a sus esperanzas”, ha dicho Barack Obama.

Ciudad de México, 23 de diciembre (SinEmbargo).- “Si afrontamos la realidad del mundo, recuperaremos la esperanza”, dice la primera frase de este libro. En lugar de convertir la queja en una constante, Macron trata de encontrar soluciones realistas para los problemas que han propiciado el triunfo de la derecha populista en todo el mundo.

El actual presidente de Francia confiesa haber llegado a esa posición tras un largo proceso que comenzó cuando conoció a Brigitte Trogneux, su actual esposa. Macron desafió a su familia al enamorarse de su profesora de literatura del instituto, una mujer casada 20 años mayor que él. Decidió vivir con ella a riesgo de enemistarse con todo el mundo y logró llevar a cabo su proyecto personal rompiendo con todos los convencionalismos.

Revolución cuenta, en primera persona, esta evolución que suma lo personal a lo político; repasa cómo las decisiones vitales han abierto el camino a un ideario político, y cómo millones de personas han encontrado en ese ideario una respuesta a un neoliberalismo trasnochado y a un populismo perturbador. Macron simboliza el poder del francés medio, harto de la “casta” económica y política y profundamente escéptico respecto a los populismos.

El libro editado por Lince Editores. Foto: Especial

Fragmento de Revolución, de Emmanuel Macron, publicado con autorización de Lince Editorial

PRÓLOGO, de Albert Rivera

El propio título de este libro, Revolución, es el mejor resumen de lo que supone la llegada de su autor a la presidencia de la República francesa. Se trata de un concepto que encaja a la perfección con el momento histórico que vivimos, especialmente en lo que a la política se refiere. Emmanuel Macron hace de esta “revolución” un proyecto ilusionante para Francia y para Europa: la alternativa liberal, progresista y moderna frente al auge de los populismos, ya sean de extrema derecha o de extrema izquierda.

Macron constata, además, que el sistema conocido hasta la fecha, bipartidista entre conservadores y socialistas, ha quedado obsoleto. En efecto, los socialistas europeos, y los franceses en particular, han dejado de ofrecer respuestas adecuadas a los desafíos que nos plantea el siglo XXI. Los conservadores, por su parte, se han instalado en el inmovilismo, por lo que no pueden ofrecer a las sociedades europeas un programa de reformas valiente y ambicioso. Debemos ir un paso más allá.

Este libro habla de una revolución democrática, del coraje necesario para ganar el futuro, de las profundas reformas estructurales que nos permitirán construir sociedades mejores y más avanzadas. Los orígenes, las inquietudes y, finalmente, las experiencias vitales, laborales y políticas del nuevo presidente francés hacen de catalizador para esta nueva forma de plantear la política.

Es evidente que han cambiado los ejes clásicos en torno a los cuales se movía la política en los últimos años. Francia es un buen ejemplo de ello. Precisamente el país donde nació la dicotomía entre izquierda y derecha ha sido el que ha asestado el golpe definitivo a la alternancia en el poder de los viejos partidos. Son ya ocho los países de la Unión Europea gobernados por el liberalismo.

La vieja política ha vivido muy cómoda en las últimas décadas porque para ganar las siguientes elecciones bastaba con esperar a que el partido adversario lo hiciera mal. Los recortes sociales, las subidas de impuestos a la clase media trabajadora y la corrupción han provocado un enorme descontento en buena parte de la ciudadanía. Por esta razón, tras la crisis económica que estalló en el año 2008, han surgido nuevos partidos que ocupan espacios importantes en el ámbito político.

Por un lado, han resurgido los populismos y los nacionalismos, que se presentan como formaciones nuevas, pero que, en realidad, defienden modelos sociales y económicos muy antiguos que podrían representar una amenaza para el buen funcionamiento de las instituciones democráticas. Por otro, afortunadamente, en países como Francia o España han surgido también partidos que han sabido leer dónde se sitúan los nuevos ejes de la política. Los liberales somos conscientes de que ahora debemos analizarlos partiendo de nuevas premisas. Así, la segmentación política en las sociedades actuales se produce entre quienes defendemos sociedades abiertas e interconectadas y quienes apuestan por volver a cerrar las fronteras para aplicar políticas proteccionistas o autárquicas; entre las zonas urbanas y las rurales; entre las formaciones que quieren llevar a cabo profundas reformas para competir en el mundo globalizado y quienes se empeñan en defender políticas caducas, inservibles o fraudulentas.

La tarea que las formaciones liberales tenemos por delante no es fácil. Debemos trabajar sin descanso para conseguir que la clase media pueda volver a levantarse. Necesitamos una auténtica revolución educativa que, junto con un mercado laboral flexible y justo, pueda dar respuesta a las nuevas exigencias de la sociedad en el siglo XXI. Todo ello sin olvidar la necesidad de una transición energética que asegure el uso de las energías limpias que nos permitirán vivir en un mundo sostenible.

Otro de los desafíos que ahora afrontamos es el de lograr la unión para combatir el terrorismo yihadista que tanto dolor está sembrando en todo el mundo. Son muchos los países europeos golpeados por la barbarie y la sinrazón terroristas; Francia, lamentablemente, lo ha conocido en demasiadas ocasiones. Por eso es necesaria la colaboración sin fisuras de los demócratas, que deben promover políticas de seguridad comunes, mejorar la coordinación entre las distintas fuerzas policiales y servicios de inteligencia, y plantar cara a quienes pretenden sembrar el terror para que sepan que nunca renunciaremos a nuestro modo de vida.

Que Francia haya apostado por un proyecto nuevo e ilusionante supone un aliento de esperanza para los que defendemos la libertad, la igualdad y la fraternidad. Emmanuel Macron representa, por tanto, una oportunidad para Francia y para la Unión Europea. Una oportunidad para renovar el proyecto nacido hace hoy sesenta años, tras la firma de los tratados de Roma, una oportunidad para ofrecer soluciones a los ciudadanos europeos y seguir construyendo un futuro común.

No puedo sino verme reflejado en muchas de las reflexiones que hace el presidente Macron en estas páginas. Es fundamental que los dirigentes políticos tengan experiencia profesional anterior en el sector público o en el privado. Considero que es fundamental apostar por un cambio a mejor porque confiamos en la vitalidad de nuestras sociedades y en el talento de los individuos que las forman. Es preciso reducir la burocracia y las barreras en la administración pública para que las personas puedan poner en marcha sus proyectos y sus sueños sin obstáculos. La administración pública debe ser más eficiente y estar al servicio de los ciudadanos y las empresas, no a la inversa.

Además, la lucha contra la corrupción ha de ser absolutamente prioritaria para garantizar un adecuado funcionamiento de nuestras instituciones y recuperar la confianza de los ciudadanos en ellas. Son innumerables los casos de políticos que se han aprovechado de su posición para enriquecerse o para desviar dinero a sus partidos. Con respecto a la corrupción, la escritora y filósofa estadounidense Ayn Rand escribió lo siguiente a mediados del siglo pasado:

Cuando adviertas que para producir necesitas obtener autorización de quienes no producen nada; cuando compruebes que el dinero fluye hacia quienes no trafican con bienes sino con favores; cuando percibas que muchos se hacen ricos por el soborno y por influencias más que por su trabajo y que las leyes no te protegen de ellos sino que, al contrario, son ellos los que están protegidos de ti; cuando descubras que la corrupción es recompensada y la honradez se convierte en un autosacrificio, entonces podrás afirmar, sin temor a equivocarte, que tu sociedad está condenada.

Debemos seguir combatiendo la corrupción porque no queremos sociedades condenadas a sufrir una lacra protagonizada por políticos sin escrúpulos que piensan que el dinero público es suyo.

Comparto el modelo de sociedad abierta que propone Emmanuel Macron y su modo de ver la globalización: no estamos ante un problema, sino ante una gran oportunidad que nos obliga a mejorar permanentemente, que nos hace ser más competitivos y nos ayuda a fomentar el talento en lugar de instalarnos en la mediocridad.

Sólo me queda desearle toda la suerte del mundo al nuevo presidente de Francia. Son muchos los ojos puestos sobre su figura y él tiene la gran oportunidad de demostrar que los nuevos partidos centristas y liberales somos capaces de reagrupar a la mayoría social en torno a un proyecto moderno, reformista y útil. Espero que disfruten de este libro tanto como lo he hecho yo; sus páginas les acercarán a un presidente que nació en una familia de médicos, estudió filosofía y ciencias políticas, y concibe la educación como «un aprendizaje de la libertad». Un líder que pone la política al servicio de sus compatriotas franceses y europeos luchando contra los populismos de manera constructiva y arrojando un rayo de esperanza para conseguir sociedades más prósperas y más felices. Nuestros hijos merecen heredar un mundo mejor que el que nos dejaron nuestros padres. Ganemos juntos el futuro. Éste es nuestro reto.

INTRODUCCIÓN

Afrontar la realidad del mundo nos permitirá recuperar la esperanza.

Algunos sostienen que nuestro país está en declive, que lo peor aún está por llegar y que nuestra civilización desaparece. Que el único horizonte es el repliegue o la guerra civil. Que para protegernos de las grandes transformaciones del mundo deberíamos retroceder en el tiempo y aplicar las recetas del siglo pasado.

Otros creen que Francia puede seguir resignándose a su lenta decadencia. O que bastará con el juego de la alternancia política para poder resistir. Después de la izquierda, la derecha. Las mismas caras y las mismas personas desde hace un sinfín de años.

Estoy seguro de que ambas facciones están equivocadas. Sus modelos y sus recetas simplemente han fracasado. Pero el país en su conjunto no lo ha hecho y el pueblo lo sabe, lo presiente. Y de ahí nace ese divorcio entre el pueblo y sus gobernantes.

Estoy convencido de que nuestro país tiene la fuerza, la capacidad y las ganas de avanzar. Lo arropan su historia y la determinación de su pueblo para conseguirlo.

Hemos entrado en una nueva era. Los síntomas que dan fe del estado de agitación del planeta son numerosos. La globalización, el mundo digital, las crecientes desigualdades, el cambio climático, los conflictos geopolíticos y el terrorismo, el desmoronamiento de Europa, la crisis democrática de las sociedades occidentales, la duda que se instala en el corazón de nuestra sociedad.

No podemos responder a esta gran transformación con las mismas personas ni con las mismas ideas. Ni imaginando que se puede volver atrás. O simplemente planteándonos remendar o ajustar nuestras organizaciones y nuestro “modelo”, como a algunos les gusta llamarlo, aunque nadie, en el fondo ni siquiera nosotros mismos, desea inspirarse en él.

No podemos pedirles a los franceses que hagan esfuerzos sin cejar en su empeño, prometiéndoles una salida de la crisis que es imposible. Su cansancio, su incredulidad y hasta su desprecio son consecuencia de esta actitud que nuestros dirigentes adoptan desde hace treinta años.

Debemos aceptar y asimilar la realidad de nuestra circunstancia, debatir sobre las grandes transformaciones que se están produciendo. Adónde debemos ir y por qué caminos, calibrar cuánto durará ese viaje. Porque todo esto no se hará en un día.

Los franceses son más conscientes de las nuevas exigencias de la época que sus propios dirigentes. Son menos conformistas, están menos apegados a esas ideas preconcebidas que aseguran la comodidad intelectual de la vida política.

Todos debemos abandonar nuestras costumbres. El Estado, los responsables políticos, los altos funcionarios, los dirigentes económicos, los sindicatos, los cargos intermedios. Es nuestra responsabilidad y sería un error ignorarla o incluso apoltronarnos en el statu quo.

Nos hemos acostumbrado a un mundo que nos preocupa. Un mundo que en el fondo no queremos nombrar ni mirar de frente. Por eso nos quejamos, protestamos. Nos asaltan los dramas y también la desesperación. El miedo nos atenaza. Se pide un cambio, pero sin quererlo realmente.

Si deseamos avanzar, lograr que nuestro país triunfe y construir una prosperidad en el siglo XXI digna de nuestra historia, debemos reaccionar. Pues la solución está en nosotros. No depende de una lista de propuestas que nunca serán llevadas a cabo. No puede surgir de una serie de tibios compromisos. Se hará gracias a soluciones diferentes que suponen una revolución democrática profunda. Llevará tiempo, pero sólo depende de una cosa: de nuestra unidad, nuestro valor, nuestra voluntad común.

Yo creo en esta revolución democrática. Una verdadera transformación que, tanto en Francia como en Europa, nos permita llevar a cabo juntos nuestra propia revolución en lugar de sufrirla.

Y esa revolución democrática es la que he decidido explicar en las páginas que siguen. El lector no se encontrará aquí un programa ni ninguna de las mil propuestas que hacen que nuestra vida política parezca un catálogo de esperanzas frustradas. Lo que da origen a este libro es el expreso deseo de compartirles una visión, un relato, una voluntad.

Y es que en los franceses germina una voluntad a menudo ignorada por sus gobernantes. Yo quiero servir a esa voluntad. No tengo otro deseo que el de ser útil a mi país. Por eso he decidido presentarme como candidato a las elecciones presidenciales de la República francesa. Soy consciente de la exigencia del cargo. Y no ignoro que el momento es grave. Pero ningún otro reto me parece más importante, porque engarza con lo que ustedes quieren hacer: reconstruir Francia y encontrar en esa tarea nuestra fuerza y nuestro orgullo. El de un país emprendedor y ambicioso.

Estoy profundamente convencido de que el siglo XXI, en el cual apenas estamos entrando, también está lleno de promesas, de cambios que pueden hacernos más felices.

Esto es lo que les propongo.

Será nuestro combate por Francia. Y no hay causa más noble que la que me propongo defender.

LO QUE SOY

En el momento de emprender esta aventura, me creo en la obligación de contarles de dónde vengo y en qué creo. La vida pública no permite explicarse demasiado. Tengo treinta y ocho años. Nada me predestinaba a ejercer las funciones que he desempeñado como ministro de Economía ni tampoco a asumir mi actual compromiso político. En realidad, no sabría explicar esa trayectoria. Sólo veo el resultado, que en el fondo nunca es explicación suficiente, de un compromiso ya antiguo, de un gusto ilimitado por la libertad y también, seguramente, de la suerte.

Nací en diciembre de 1977 en Amiens, capital de la Picardía, en una familia de médicos de la sanidad pública. Esta familia había accedido poco tiempo antes a la burguesía; “ascendido”, como se decía antiguamente, gracias a su trabajo y su talento. Mis abuelos eran una maestra, un ferroviario, una asistente social y un ingeniero de caminos. Todos de orígenes modestos. La historia de mi familia es la de una ascensión republicana en la Francia de provincias, entre el departamento de los Altos Pirineos y la región de la Picardía. Esta ascensión tuvo lugar a través del conocimiento y, más específicamente, en el caso de la última generación, gracias a la medicina. Para mis abuelos, estudiar era primordial y querían que sus hijos avanzaran por ese camino. Mis padres, y hoy también mi hermano y mi hermana, son médicos. Yo soy el único que no tomó esa vía. No fue en absoluto por aversión a la medicina, ya que siempre me han gustado las ciencias.

Sin embargo, cuando llegó el momento de decidir, quería conocer mundo y vivir mi propia aventura. Por mucho que retroceda en mis recuerdos, veo que siempre me ha animado el mismo deseo: elegir mi vida. Tuve la suerte de tener unos padres que, aunque me animaban a estudiar, veían en la educación el salvoconducto para el ejercicio de la libertad. Nunca me impusieron nada. Dejaron que me convirtiera en lo que yo creía que debía ser.

Y así fue cómo escogí mi vida, y me pareció como si en cada etapa lo fuese viendo más claro. Las cosas no eran siempre fáciles, pero nunca inalcanzables. Tuve que estudiar mucho, pero me gustaba. Tuve algunos fracasos, a veces aplastantes, pero no me dejé abatir por esos reveses, porque era lo que había elegido. Fue en esos años de aprendizaje cuando se forjó en mí la convicción de que no hay nada más valioso que poder disponer libremente de uno mismo, llevar a cabo el proyecto que uno se ha fijado y perseverar en la realización de tu propio talento, sea cual sea. Ese talento que todos poseemos. Fue esa la convicción que más tarde determinó mi compromiso político, porque me hizo sensible a la injusticia de una sociedad de categorías, estatus, castas y desdén clasista, una sociedad en la que todo conspira —¡y con qué resultados!— para impedir el desarrollo personal.

Mi abuela me enseñó a estudiar. A partir de los cinco años, cuando terminaba la escuela, pasaba largas horas a su lado aprendiendo gramática, historia, geografía… Y a leer. Pasé días enteros leyendo en voz alta a su lado. Molière y Racine, George Duhamel, un autor un poco olvidado que a ella le gustaba, François Mauriac y Jean Giono. Mi abuela compartía con mis padres el gusto por los estudios y mi infancia quedó marcada por la inquietante espera de mis notas cuando yo volvía de cualquier examen.

Ése fue el lujo de mi infancia, y no tiene precio. Tenía una familia que se desvivía por mí, para la que, en algunos momentos, nada contaba más que aquel examen, aquella redacción, y que expresaba su preocupación con las palabras que canta Léo Ferré en una canción que me sigue conmoviendo: “No vuelvas muy tarde, sobre todo no pases frío”.

Esas palabras acunaron mi infancia, porque encierran una parte de lo que más importa: la ternura, la confianza, el deseo de hacer bien las cosas. Son numerosas las personas que no tuvieron tanta suerte como yo. Lo que uno hace luego ya es otra cosa, por supuesto. Pero no puedo pensar en la escuela republicana sin acordarme de esa familia cuyos valores estaban tan profundamente en consonancia con las enseñanzas de sus maestros, ni de aquellos profesores para los que era un honor suplir todas las carencias para llevar a sus alumnos hacia la excelencia. Pocos países son capaces de ese esfuerzo, esa voluntad, ese amor, y en cada generación debemos velar por que esa llama no se apague.

Pasé mi infancia entre libros, un poco aislado del mundo. Era una vida tranquila, en una ciudad francesa de provincias; una vida feliz consagrada a la lectura y la escritura, vivida a través de los textos y las palabras. Las cosas adquirían consistencia cuando eran descritas, y a veces se volvían más reales que la propia realidad. La corriente secreta, íntima, de la literatura pasaba por encima de las apariencias y daba al mundo toda esa profundidad que en la vida corriente apenas se roza. Pero la verdadera vida no está ausente cuando uno lee, aunque yo sólo viajaba en espíritu. Conocía la naturaleza, las flores y los árboles por las descripciones de los escritores, y aún más por la magia que su prosa era capaz de crear. Supe con Colette lo que es un gato o una flor, y con Giono conocí el viento frío de Provenza y la verdad de las maneras de ser. Gide y Cocteau eran mis compañeros irreemplazables. Vivía en una reclusión feliz, entre mis padres, mis hermanos y hermanas y mis abuelos.

Para mis padres, los estudios eran esenciales. Siempre me prodigaron esa atención extrema que he mencionado, dejándome al mismo tiempo elegir y construir mi libertad.

Para mi abuela, la literatura, la filosofía y los grandes autores eran fundamentales. Estudiar le había permitido cambiar de vida. Había nacido en una familia modesta de Bagnères-de-Bigorre, hija de un jefe de estación y de una sirvienta. Fue la única de la familia que pudo continuar sus estudios más allá de la primaria, ese momento en el que su hermana y su hermano debieron dejar la escuela para incorporarse al mundo laboral. Su madre no sabía leer. Su padre lo hacía mal y sin comprender los matices. Me solía contar que cuando estaba en quinto, al volver de clase con una anotación en el boletín que decía “buena alumna en todos los aspectos”, su padre había creído que significaba algo negativo y la había abofeteado. Más tarde, en el último año, un profesor de filosofía entrevió sus posibilidades y la convenció para que prosiguiera sus estudios de letras por correspondencia. Fue así como, unos años antes de la Segunda Guerra Mundial, logró el diploma que le permitió enseñar en Nevers. Se llevó consigo a su madre, que era lo que hoy se llama una mujer maltratada y a la que no abandonaría hasta que ésta falleció.

Mi abuela era profesora, y al emplear esta palabra quisiera despojarla de las connotaciones más tediosas del oficio para devolverle el brillo de la pasión auténtica, vivida con una abnegación y una paciencia admirables. Me acuerdo de las cartas de sus ex alumnos, de sus visitas. Ella les había mostrado ese camino que lleva del saber a la libertad. Un camino en absoluto lleno de espinas: después de las clases, bebían chocolate caliente mientras escuchaban a Chopin y descubrían a Giraudoux.

Mi abuela provenía del mismo medio social que sus alumnos, hijos de artesanos o de agricultores de la Picardía. Los conducía por las etapas que ella misma había conocido y les abría las puertas del conocimiento, de la belleza, quizá de lo infinito.

En aquella época, en las familias había aún muchos prejuicios. Nada la desanimaba, sin duda gracias a su temperamento optimista, pero sobre todo porque sabía, porque lo había experimentado personalmente, que lo que intentaba transmitir condensaba las esencias de lo que llamamos “civilización”. Y nuestro deber como iguales nos impedía consentir que las muchachas fueran privadas de ese derecho inalienable.

Quizá fui su último alumno. Ahora que ya no está entre nosotros, no pasa un día en que no piense en ella o busque su mirada. No porque quiera encontrar una aprobación que ya no puede darme, sino porque, en el trabajo que debo realizar, me gustaría mostrarme digno de sus enseñanzas. He pensado a menudo en ella estos últimos años a propósito de las jóvenes musulmanas con velo, en la escuela o en la universidad. Creo que hubiera condenado sin reservas que la presión del oscurantismo impida que esas jóvenes accedan al verdadero saber, el que es libre y personal. Pero como había dedicado su vida a la formación de las chicas, y había podido calibrar lo difícil que era su acceso a la educación, incluso en un país como el nuestro, creo que la habría horrorizado también que no hayamos sabido encontrar nada mejor que la prohibición, el enfrentamiento, toda esa hostilidad tan contraria en sí misma al fin que se persigue. En esas situaciones no se puede hacer nada sin amor.

Y yo tuve esa suerte. Recuerdo su rostro. Su voz. Me acuerdo de sus recuerdos. De su libertad. De su exigencia.

De aquellas mañanas, muy temprano, en que iba a verla a su habitación y ella me contaba anécdotas de la guerra, me hablaba de sus amistades. Cuando era niño, recuperaba cada día el hilo de la charla interrumpida y viajaba por su vida como si retomara una novela. A veces me llegaba el aroma del café que se preparaba en mitad de la noche. Oigo la puerta de mi habitación, que mi abuela entreabría hacia las siete de la mañana si yo no había ido a buscarla, exclamando con inquietud fingida: “¿Todavía duermes?”. Y me acuerdo de todo lo que no quiero contar aquí y que nos une indefectiblemente.

Con mis padres, las conversaciones también giraban en torno a los libros. Con ellos descubrí otra literatura, más filosófica y contemporánea. Y también manteníamos conversaciones relacionadas con la medicina: hablaban durante horas de la vida en el hospital, y la evolución de las prácticas y de las investigaciones era objeto de polémicas interminables. Algunos años más tarde, mi hermano Laurent, que se hizo cardiólogo, y mi hermana Estelle, nefróloga, tomarían el relevo.

En realidad, en esos años aprendí que el esfuerzo y el deseo de saber llevan a la libertad. Si bien más tarde descubrí el placer de la actividad trepidante y de las responsabilidades, conozco la felicidad de esa vida de quietud y alejada del mundanal ruido. Son raíces que protegen y que, añadiría, proporcionan sabiduría.

Aparte de los libros, sólo tenía otras dos aficiones, el piano y el teatro. El piano fue una pasión de infancia que nunca me abandonó y el teatro lo descubrí en mi adolescencia. Fue como una revelación. Decir sobre el escenario lo que tan a menudo había leído con mi abuela, ver actuar a los otros, vivir la emoción de esos estados de trance colectivo, que hacen reír, que conmueven.

En el instituto, a través del teatro, conocí a Brigitte. Todo sucedió súbitamente y del mismo modo me enamoré. Por múltiples afinidades que con el tiempo se convirtieron en una cercanía considerable y luego, de manera natural, en una pasión que permanece intacta.

Todos los viernes pasaba varias horas escribiendo con ella una obra de teatro. Eso duró algunos meses. Cuando la obra estuvo acabada, decidimos dirigirla juntos. Hablábamos de todo. La escritura se convirtió en un pretexto. Y era como si nos conociéramos desde siempre.

Después de algunos años, había conseguido llevar la vida que quería. Éramos dos, inseparables, a pesar del viento que soplaba en contra.

A los dieciséis años abandoné la vida de provincia para ir a París. Muchos jóvenes franceses pasan por esta suerte de trashumancia. Para mí era la más bella de las aventuras. Iba a vivir en sitios que sólo existían en las novelas, a seguir las huellas de los personajes de Flaubert, de Victor Hugo. Me impulsaba la ambición devoradora de los jóvenes lobos de Balzac.

Fui feliz esos años viviendo en Sainte-Geneviève, en pleno Barrio Latino.

Nunca dejé de aprender. Pero debo admitir que, aunque en Amiens era el primero de la clase un año tras otro, no aprendí tanto como en París. Descubrí a mi alrededor talentos inauditos, verdaderos genios de las matemáticas, mientras que yo no era más que un estudiante aplicado. Debo confesar también que durante esos primeros años parisinos escogí en primer lugar vivir y amar, más que entregarme a competir con los demás estudiantes.

Tenía una obsesión, una idea fija: vivir la vida que había elegido y con la mujer a la que amaba. Debía hacer todo lo posible para conseguirlo.

Como no pude entrar en la Escuela Normal Superior, me matriculé gustoso en filosofía, en Nanterre. Y, por la mayor de las casualidades, en el Instituto de Estudios Políticos de París.

Fueron años felices, animados constantemente por el aprendizaje, los descubrimientos, los encuentros. Me encantaron aquellos lugares y los profesores que tanto me enseñaron. Y además tuve la suerte de conocer al filósofo Paul Ricœur, gracias a la amabilidad de quien fue mi profesor de historia y su paciente biógrafo. Un encuentro casi fortuito, cuando el filósofo buscaba a alguien que archivara sus documentos.

Jamás olvidaré las primeras horas que pasé con él en Murs Blancs, en Châtenay-Malabry. Yo lo escuchaba sin sentirme intimidado. Ello se debía, debo confesarlo, a mi completa ignorancia: Ricœur no me impresionaba, porque no lo había leído. Cuando anocheció, no encendimos la luz. Seguimos hablando con la complicidad que había empezado a surgir entre los dos.

Aquella noche comenzó una relación única, en la que yo trabajaba a su lado, comentaba sus textos y lo acompañaba a sus conferencias. Durante más de dos años estudié a su lado. No tenía ningún título para asumir ese papel. Su confianza me obligó a crecer. Gracias a él, leí y aprendí día a día. Ricœur concebía su trabajo como la lectura continua de los grandes textos y se comparaba a menudo con un enano subido a hombros de gigantes. Los textos de Olivier Mongin, François Dosse, Catherine Goldenstein y Thérèse Duflot fueron las presencias amistosas y vigilantes de esos años que me transformaron profundamente.

Con Ricœur estudié y entendí el siglo precedente y aprendí a pensar la historia. Me enseñó la seriedad con la que hay que acercarse a algunos temas y a ciertos momentos trágicos. Me enseñó cómo pensar los textos en contacto con la vida, en un vaivén constante entre la teoría y lo real. Paul Ricœur vivía en los textos, pero con la voluntad de iluminar el devenir del mundo, de darle un sentido a lo cotidiano. Con el firme propósito de no ceder nunca a la facilidad de las emociones o ante la última moda intelectual. No encastillarse en una teoría que no se confronta con la vida. Sólo mediante ese desequilibrio permanente pero fecundo se puede enriquecer el pensamiento y llegar a la transformación política.

Uno es lo que aprende a ser al lado de sus maestros, y a mí ese acompañamiento intelectual me transformó. Eso era Ricœur: exigencia crítica, obsesión por lo real y confianza en el otro. Tuve esa suerte y soy consciente de ello.

Durante esos años me convencí de que lo que me gustaba no era simplemente estudiar, leer o comprender, sino más bien actuar sobre las cosas e intentar cambiarlas en la práctica. Así pues, empecé a orientarme hacia el derecho y la economía, y me decanté por la actividad pública. Junto con mis amigos más queridos, personas que todavía hoy me acompañan, preparé el ingreso en la Escuela Nacional de Administración, la ENA.

Conseguí entrar y pronto me enviaron a hacer prácticas en la Administración durante un año. Ahí es donde se adquiere la primera experiencia y, en realidad, donde los funcionarios empiezan a formarse.

Me gustaron mucho ese año de prácticas y ese aprendizaje. Nunca he abogado por la supresión de la ENA. Lo insatisfactorio de nuestro sistema no es tanto lo que estudian los altos funcionarios como la forma en que se desarrolla su carrera, demasiado protegidos, mientras el resto del mundo vive enfrentado al cambio.

Comencé a servir al Estado en la embajada de Francia en Nigeria. Seis meses durante los cuales tuve la suerte de trabajar con Jean-Marc Simon, un embajador extraordinario. Luego fui destinado a la prefectura de Oise. Allí descubrí otra faceta del Estado. El Estado sobre el terreno, los representantes locales, la acción pública. Viví con mucho entusiasmo todos esos meses y forjé sólidas amistades que todavía duran, especialmente la que me une a Michel Jau.

Por entonces conocí también a Henry Hermand, que iba a ser muy importante para mí y que ahora acaba de fallecer. Nuestra relación fue desde el comienzo una filiación amistosa y una pasión compartida por el compromiso político. Ese hombre excepcional no sólo fue un empresario de éxito sino también, y durante décadas, un compañero de ruta del progresismo francés. Fue él quien me presentó a Michel Rocard.

Ambos fallecieron en 2016, con pocos meses de diferencia. Durante esos quince años, nunca he dejado de disfrutar de su compañía. Para compartir con ellos momentos de intimidad, y conversaciones personales y políticas. Michel Rocard y yo éramos muy diferentes y no sólo por la edad, la experiencia y las funciones que habíamos ejercido. Él tenía más cultura de partido que yo, y la voluntad de cambiar este último a toda costa. Su exigencia intelectual, su determinación y su amistad me marcaron profundamente. Fue el primero que despertó en mí el interés por el mundo, desde los grandes temas internacionales en toda su amplitud histórica o la causa del calentamiento global —que hizo suya la lucha durante treinta años— o hasta la defensa de los polos.

El tiempo que dediqué a mis estudios en la ENA fue para mí algo inesperado. No tenía verdadera vocación ni preferencias. Mi clasificación final fue por tanto una feliz sorpresa que me permitió elegir mi destino. La inspección de finanzas me descubrió un nuevo continente. Un continente administrativo, claro está, pero tenía para mí el encanto de la novedad. Durante cuatro años y medio aprendí el rigor de la verificación, la riqueza de los desplazamientos sobre el terreno. También los entresijos de la acción pública y el compañerismo en un trabajo que se realizaba en equipo.

Me permitió recorrer toda Francia y pasar semanas enteras entre Troyes, Toulouse, Nancy, Saint-Laurent-du-Maroni y Rennes. Momentos de camaradería en los que se aprende a analizar y diseccionar los múltiples mecanismos que conforman la vida del Estado y de sus agentes.

En ese momento me convertí en ponente general adjunto de la Comisión para la Liberalización del Crecimiento Francés, que presidía Jacques Attali. Durante seis meses tuve la suerte de poder trabajar a su lado en una comisión de cuarenta miembros, muchos de los cuales se convirtieron en amigos míos. Esa tarea me brindó la ocasión de conocer a mujeres y hombres fuera de lo común —intelectuales, funcionarios y empresarios que trabajan por Francia— y aprender de ellos, pero también para adentrarme en multitud de temas que desde entonces nunca he abandonado.

Tras esos años decidí dejar el “servicio”, como se lo llama, para pasar al sector privado y al mundo de la empresa.

Quería aprender esa nueva gramática y enfrentarme a los desafíos internacionales, pero consciente de que algún día volvería a la esfera pública. Durante todos esos años seguí interesado en la política. En la revista Esprit, donde frecuenté durante un tiempo a gente próxima a Jean-Pierre Chevènement, y luego militando brevemente en un partido socialista en el que no terminé de sentirme a gusto. Y también recorriendo las tierras del Pas-de-Calais, donde, con el paso del tiempo, crearíamos nuestros vínculos.

Así pues, tras dejar la función pública trabajé en el banco de negocios Rothschild, donde todo era nuevo para mí. Durante varios meses me inicié en los métodos, en la técnica, junto a gente más joven y también más bregada que yo en esas lides. Luego, guiado por banqueros expertos, aprendí ese oficio extraño, que exige comprender un sector económico y sus desafíos industriales, convencer a un directivo a la hora de tomar decisiones estratégicas y después seguir la ejecución de las mismas, rodeado de una plétora de especialistas. Durante esos años descubrí el comercio y su gran fuerza, pero sobre todo aprendí mucho sobre el mundo.

Por eso no comparto la exaltación de quienes alaban esa vida como el horizonte insuperable de nuestro tiempo ni la amargura crítica de los que sólo ven allí la lepra del dinero y la explotación del hombre por el hombre. Ambas visiones me parecen impregnadas de un romanticismo juvenil fuera de lugar.

Pasé mucho tiempo con colegas excepcionales. De hecho, David de Rothschild ha sabido, con inteligencia y elegancia, reunir a su alrededor talentos y personalidades que normalmente no hubieran podido trabajar juntos. Pues ese oficio no consiste en manejar dinero. No se trata de prestar ni de especular. Es un oficio de consejero, en el que lo que tiene valor son las personas.

De esos cuatro años pasados en el banco no lamento nada. Se me ha reprochado repetidamente ese período, porque los que desconocen ese universo sólo tienen una vaga idea de lo que allí se hace. Yo aprendí un oficio; todos los responsables políticos deberían tener uno. En diversos sectores y en numerosos países he descubierto cosas que luego me han servido. He frecuentado a hombres que toman decisiones, y eso enseña mucho. Me he ganado bien la vida, sin haber amasado una fortuna que me dispense de la necesidad de trabajar.

En 2012 decidí dejar ese banco para ponerme al servicio del Estado. Dos años antes, cuando me lo pidió François Hollande, me comprometí a preparar el programa y el ideario de la izquierda reformista en materia económica. Tras su elección, cuando el presidente de la República me lo propuso, me incorporé al Elíseo. Serví durante dos años junto a François Hollande, como secretario general adjunto, ocupándome de temas económicos y de la zona euro.

De ese tiempo poco tengo que decir, porque ésa es mi idea del servicio al Estado. Los consejos pertenecen a quien los recibe. Espero haberlos dado buenos, tanto si han sido seguidos como si no; seguro que no todos fueron aciertos. Lo asumo todo, incluido lo que no se hizo bien. Al cabo de dos años pedí ser relevado de mis funciones. Abandoné el Elíseo en julio de 2014.

No solicité entonces un puesto político ni responsabilidades en una gran empresa o en la administración, como suele ser costumbre. Yo prefería trabajar por mi cuenta, emprender y enseñar. No tenía previsto volver a la función pública. Por otra parte, una comisión llamada de “deontología”, henchida de celo, prácticamente me había prohibido volver a ver al presidente de la República. Esos excesos, que hacen sonreír por su falta de realismo, me eran indiferentes. Yo iba por otro camino. Y luego fui reclamado de nuevo por el presidente para nombrarme ministro de Economía, Industria y Sector Digital.

El resto de mi actividad es de dominio público. Puse todo mi empeño en ejercer mis responsabilidades y se me apoyó. Pasé cientos de horas en el Parlamento para conseguir la aprobación de una ley que aún creo útil. Una ley para levantar los bloqueos, abrir los accesos, sostener la actividad, recuperar el poder adquisitivo y crear puestos de trabajo.

Mi intención era diseñar una política industrial ambiciosa, basada en la innovación y la inversión. Tras muchos años de debilitamiento, nuestra prioridad era defender nuestra industria con energía y pasión, lo que permitió recuperaciones espectaculares, como la del grupo PSA o la de los astilleros Chantiers de l’Atlantique. Me propuse llevar adelante una política de “voluntarismo lúcido”, librando sin descanso los combates necesarios para nuestra industria y nuestra soberanía económica, ya se tratara de reestructuraciones difíciles, como en los sectores nuclear o el parapetrolero, o en defensa del acero francés. Nunca me engañé sobre los límites del intervencionismo público frente a situaciones desesperadas. Y también tuve fracasos que reconozco con tristeza. Con el apoyo a la inversión, la movilización de nuestros industriales en torno a soluciones concretas y el desarrollo de la French tech, quería preparar la industria del futuro. Porque un aire nuevo sopla también en ese terreno en nuestro país.

Luego vino el tiempo de los bloqueos y los desacuerdos.

Tras los atentados del otoño del 2015, la renuncia de nuestro país a una estrategia indispensable para aprovechar las nuevas oportunidades económicas, la falta de una verdadera voluntad reformista y de una mayor ambición europea, y el inicio de un debate estéril sobre la retirada de la nacionalidad francesa a los terroristas —una controversia que dividió al país sin aportar respuestas a lo que acababa de suceder—, me parecieron auténticos errores políticos. Mientras la crisis y la desesperación social alimentaban el extremismo y la violencia, y nuestros vecinos sabían encontrar soluciones para reducir el paro de forma duradera, el verdadero estado de emergencia que había que declarar era, a mi entender, el económico y social.

No disimulé mis desacuerdos. En cuanto a mi actividad como ministro, se veía obstaculizada por el efecto acumulado de errores de análisis, incompetencias técnicas y motivos personales ocultos. Decidí adoptar, pues, una iniciativa política y el 6 de abril de 2016 lancé el movimiento En Marche! en Amiens, mi ciudad natal. A pesar de los obstáculos que encontré, esta iniciativa no se construyó “contra” sino “para”. ““Contra” no existe”, decía precisamente Malraux. Yo soy un hombre del “para”. Para tratar de superar las discrepancias políticas, cuyas consecuencias negativas había podido calibrar. Para tratar de ir más lejos en la necesaria reforma del país. Para construir un proyecto. Para recuperar el hilo de nuestra historia y la dinámica del progreso. Para que nuestros hijos vivan mejor que nuestros padres. Para aprovechar el deseo de compromiso que siente la sociedad francesa. Para hacer emerger nuevos rostros, nuevos talentos.

Durante los meses posteriores, se impuso la evidencia de que debía abandonar el gobierno. Era un acto de coherencia, con mi concepción de las cosas, con las mujeres y los hombres que me seguían, con la idea que yo tenía de mi país.

Diré algo acerca de las acusaciones de traición que se formularon contra mí, sólo una cosa. Lo que subyace bajo esas acusaciones me parece revelador de la crisis moral de la polí- tica contemporánea. Porque cuando se dice que tendría que haber obedecido al presidente como un robot, renunciar a mis ideas, vincular a su destino la realización de lo que creo justo, simplemente porque me había nombrado ministro, ¿qué es lo que se está diciendo? Que debe borrarse la idea del bien público frente a la del servicio prestado.

Me chocó mucho ver con qué ingenuidad quienes me llenaban de reproches evidenciaban así que, para ellos, la polí- tica obedece en el fondo a la regla fundamental de su entorno: la sumisión con la esperanza de una recompensa personal. Creo que cuando los franceses se desentienden de la política o se suman a los extremismos es por el asco instintivo que les provocan tales actitudes.

En cuanto a las palabras del presidente de la República sobre la deuda que habría contraído con él, las atribuyo a un despiste. Sé que valora demasiado la dignidad de la función pública y los valores fundadores de la vida política republicana como para haber apoyado, aunque sólo fuera por un instante, esa concepción nociva de los pequeños acuerdos entre personas que se deben favores. Por eso también, sin dejar de sentir respeto por él, hube de marcharme. Con tristeza, porque me había dado la oportunidad de servir a mi país; a su lado primero, y luego como miembro del gobierno.

Yo le debo lealtad sólo a mi país, no a un partido ni a un cargo o a un hombre. Acepté las funciones que desempeñé porque me permitían servir a mi país. Lo dije el primer día y nunca cambié de opinión. Cuando los obstáculos se cruzaron en mi camino, la falta de renovación de las ideas y de las personas, la terrible ausencia de imaginación, el adormecimiento general, me demostraron que ninguna acción útil era posible, saqué mis conclusiones y renuncié. No concibo mi acción pública como la gestión de una carrera ni como la espera en la cola de prebendas. Es un compromiso compartido, basado en el servicio. Es lo único que cuenta para mí; no importan las críticas ni las calumnias de aquellos cuya lealtad no consiste en el compromiso con su país, sino con un sistema cuyo funcionamiento entienden como algo que les proporciona ventajas y recompensas. Y aquí estamos.

Durante todos estos años, Brigitte ha compartido mi vida. Nos casamos en 2007. Fue la consagración oficial de un amor al principio clandestino y a menudo escondido e incomprendido por muchos antes de imponerse.

He sido, sin duda, obstinado. Para luchar contra las circunstancias de nuestras vidas, en las que todo nos distanciaba. Para oponerme al orden de las cosas, que, desde el primer instante, nos condenaba. Pero debo decir que la verdadera valentía, la determinación generosa y paciente, fueron las de Brigitte.

Ella tenía entonces tres hijos y un marido. Yo, en cambio, era un estudiante y nada más. No me quiso por lo que yo tenía. Por una situación, por la comodidad o la seguridad que yo podía aportarle. Al contrario, renunció a todo eso por mí. Pero lo hizo con una atención constante hacia sus hijos. Sin imponerles nunca nada, pero haciéndoles comprender, con dulzura, que lo impensable podía vencer.

Hasta mucho más tarde no comprendí que su voluntad de unir nuestras vidas a las de sus hijos era la condición indispensable para nuestra felicidad. Gracias a Brigitte creo que, poco a poco, nos comprendieron y nos aceptaron. Hemos conseguido, o al menos así lo espero, construir otra familia. Un poco insólita, ciertamente distinta. Pero en la que la fuerza de lo que nos une es aún más invencible.

Siempre he admirado en ella ese compromiso y esa valentía.

Como profesora de francés y latín en primer lugar. Nunca ha dejado de ejercer, con una exigencia generosa, ese oficio que descubrió a los treinta años y que ama por encima de todo. La he visto pasar incontables horas con adolescentes con problemas. Porque tiene esa sensibilidad inquieta que hace que comprenda sus debilidades. Porque detrás de su carácter decidido hay un continente sensible al que sólo tienen acceso los frágiles, y allí se pueden reencontrar.

Como madre luego, tuvo la misma determinación cariñosa. Estuvo al lado de cada uno de sus hijos a lo largo de sus vidas y en sus estudios. Siempre presente, pero con una idea clara de lo que esperaba de ellos. No pasa un día sin que Sébastien, Laurence y Tiphaine la llamen, la vean, le consulten algo. Ella es su brújula.

Progresivamente, mi vida se llenó así con sus tres hijos y sus parejas, Christelle, Guillaume y Antoine, y con nuestros siete nietos, Emma, Thomas, Camille, Paul, Élise, Alice y Aurèle. Por ellos luchamos. Yo no les dedico demasiado tiempo y estos años son, a su entender, años robados. Por eso me prohibo echarlos a perder. Nuestra familia es la base de mi vida, mi fuerza. Nuestra historia nos ha inculcado una voluntad tenaz para no ceder un ápice al conformismo cuando se cree en algo con fuerza y sinceridad.

Emmanuel Macron(Amiens, Francia, 1977) se licenció en Filosofía por la Universidad de Nanterre, cursó estudios de Ciencias Políticas e ingresó en la prestigiosa École National d’Administration (ENA) donde obtuvo el título de Inspector de Finanzas. Después de trabajar durante algunos años en la Banca Rothschild, pasó a ocupar distintos cargos en la administración hasta que, en 2012, fue nombrado secretario adjunto a la presidencia de François Hollande. Dos años después recibió el cargo de ministro de Economía y se mantuvo en él hasta agosto de 2016, cuando decidió apostar por la construcción del movimiento político En Marche!, que le convertiría en candidato a la presidencia de Francia en 2017. Finalmente, los comicios se decantaron a su favor y logró la presidencia con un 66,1% de los votos. Su ascenso político se ha interpretado como un empujón a la viabilidad del modelo europeo representado por la UE y como una alternativa a los populismos que en los últimos años han surgido en todo el mundo.

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